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Hombres como ellos fueron en los 70 la semilla para que la competición de cuatro ruedas dejase de sentirse como algo elitista e inaccesible

Cuando escribo estas líneas, ya hace más de tres meses que no soy copiloto de Rallyes, y sin embargo ni me siento apenado ni me siento ni peor ni mejor que nadie de la gente que me rodea. Bueno, miento, sí que me siento mucho mejor de lo que me sentía los últimos meses en los que fui copiloto de Rallyes, en los que un mar de dudas me hacía dejar de disfrutar de lo que hasta ese momento había sido el principal motor de mi vida en todos los sentidos posibles.

El mes pasado se publicó en esta revista, en lugar de mi columna habitual, una amplia entrevista que me realizó Claudio Luna, con el apoyo fotográfico de Jorge Brichette, otro de los legendarios miembros de esta publicación. Recuerdo que quedamos para la ocasión en un club de golf prácticamente a la entrada del Ifema, y de hecho tuvimos que cambiar el orden de cómo desarrollar el reportaje, puesto que las fotos de exteriores, realizadas fundamentalmente en la fuente de la Glorieta de Don Juan de Borbón, hubo que posponerlas un par de horas debido a la fuerte tormenta caída (típico de aquellas fechas de mediados de mayo), justo lo que nos llevó la parte de entrevista “escrita” dentro del mencionado club de golf. El de dicha entrevista ha sido uno de los días de estos últimos meses que más me ha servido para valorar lo que he hecho hasta ahora y darme cuenta de lo satisfecho que puedo estar por todo lo vivido. Otro día clave habría que situarlo ya en estos primeros días de julio en los que estoy tecleando esta crónica de agosto. Resulta que, en la búsqueda de posibles salidas para mi futura carrera a nivel profesional, me prometí que tomaría clases de teatro, y así lo estoy haciendo.

En cualquiera de los casos, cuando tenía esta crónica más que perfilada llegó la noticia del fallecimiento de José María Barroso, “El Jefe”, como cariñosamente le conocimos todos los que tuvimos el privilegio de trabajar para él o junto a él. Precisamente, en la mencionada entrevista del número de julio le nombraba como ejemplo de lo que eran los grandes directores deportivos, tipo Barroso o Bernard Tramont, de Renault. Para empezar, hombres como ellos fueron en los 70 la semilla para que la competición de cuatro ruedas dejase de sentirse como algo elitista e inaccesible. Inolvidable el montaje que tenían (yo era bien niño) en los famosos Pop Cross, fundamentalmente disputados con los Citroën 2CV, aunque también se permitía correr con Meharis y Dyane 6. En los 80, ya aliados con la magia técnica y humana de Piedrafita Sport, se pusieron a sacar petróleo de los Citroën Visa, y posteriormente de los AX. En rallyes de asfalto y por descontado en los de tierra.

Recuerdo que en 1990 corrí con un pilotazo cántabro que se llamaba Paco Sáiz, de Suances, el Rallye Príncipe de Asturias (tres días de rallye, 15 tramos distintos a entrenar) y el Rallye Valeo en Madrid, que era del Campeonato de España de Rallyes de Asfalto, pero con la particularidad de que la segunda etapa, la del domingo, era de tierra (El Espartal, Venturada, La Sima, etc.). En esos dos rallyes, recuerdo que Citroën llevaba un autobús de dos pisos y a cada participante le entregaban un sobre con 100.000 pesetas y un regalo tipo afeitadora Philishave de las que valían 10.000 pesetas (una para piloto y otra para copiloto). Años después, a mediados de 1995, cuando “Chus” me volvió a llamar para sustituir al lesionado Romaní, es cuando por fin comencé a tratar con “El Jefe”, a raíz de aquel Ourense en el que fuimos segundos (primeros si no hubiésemos roto un palier en Cañón do Sil). Tenía una voz muy ronca y característica. Luis Martí era su contrapunto ideal, con sus conocimientos técnicos y su mayor diplomacia a la hora de tender puentes con Federaciones y organizadores. José María Barroso siempre se intentó rodear de lo mejor. Que descanses en paz, “Jefe”.

Nº 1786 (Agosto, 2023)